martes, 7 de julio de 2009

Sello postal.

Como un soldado que va a la guerra, sabiendo que no será su muerte anunciada pero que no confunde resignación y esperanza, Cejo recibía las cartas con tal ánimo de lágrimas. Las palabras de amor que a sus oídos llegaban, no como estruendas cascadas, sino como espuma sigilosa embarcada en la palma de una mano, lo hacían feliz hasta lo inverosímil. Nadie, hasta ese día, creía de Cejo tales sentimientos. Su frente cubierta de arrugas, los labios peor agrietados como su carácter pésimo que el de un ermitaño, no dejaba duda, era un eterno solitario. Pero las conclusiones a primera vista hasta al mejor músico le fallan.
Cejo llevaba poco tiempo recibiendo correspondencia de una anónima, de eso nos enteramos por la usurera, que era amante de hacer una noticia hasta de un beso de despedida.
La anónima, así de enigmático su nombre, así de clara su procedencia, era tan famosa en el vecindario que cobró vida en la colonia. Amanecíamos escuchando sus versos, sus cuentos, toda prosa que Cejo, o más bien, Pepa, la usurera, nos recitaba. Comíamos sus platillos porque hasta recetas le mandaba a Cejo haciendo muestra de sus dotes culinarios. Incluso, el primer nacimiento después del conocimiento de La Anónima, decidieron que llevara el nuevo retoño tan enigmática identidad. El caso es Cejo. Este hombre que en sus rutinas no había nada de habitual por lo que era difícil adivinar la hora en que llegaría de trabajar como la hora en que despertaría para almorzar; fue cosechando una rutina, la de esperar al cartero. Por otro lado, cuanto más habitaba en nuestras casas La Anónima , poco a poco fue llegando a nuestros corazones al punto de esperar junto con Cejo -toda la vecindad- la correspondencia. Un buen día de esos, que no son los domingos, Pepa, la usurera, decidió investigar si La Anónima realmente carecía de identidad, duda que tenía porque hasta ella contaba con una. Empezó por las cartas. Revisó caligrafía, el tipo de papel, los timbres postales, los sellos de oficina de correos y, después de arduo trabajo, advirtió que los sellos tenían décadas en desuso, incluso que los timbres no eran del país, sino extranjeros. A Cejo esto le importaba poco; Pepa, la usurera, trató de persuadirlo para concertar una cita con ella pero todo artificio carecía de efecto pues La Anónima obviamente carecía de dirección. Cejo al mismo tiempo se iba enamorando más de La Anónima o de sus cartas, no lo sabíamos, no sabíamos si era ella quien las escribía o si La Anónima era algo como nosotros. Las cartas de dicha persona no eran siempre de amor pero nunca faltaba algún mensaje guardado en el interior que tal vez Cejo nunca fallaba en encontrarlo tanto que le iban construyendo un nuevo camino. Él por su parte, nuncá leyó un libro, texto de la escuela o incluso un insípido artículo de periódico. Todo esto y más había cambiado en él. De un momento a otro, lo más extraño de todo, Cejo cambió su semblante. Fue como si hubiese muerto en el cuerpo de él todos los malos hábitos, hasta los que nunca existieron solo en conciencia, indescifrables espectros. Recuerdo que un día anterior a ese brusco cambio, Pepa, la usurera, nos recitó un poema de La Anónima, del cuál recuerdo una parte:

Si los viejos nacen como el sol cada día
que ha parecido eterno ante nuestros ojos
como sus rayos cada día se reinventan bajo nuestras sombras
El tiempo entonces es solo algo que ya ha muerto


Y ¿Quién se reinventa cada día? como los rayos del sol siendo como oro que nunca pierde valor, ¿ Por qué nosotros, fusionados a una ambigua realidadm no dejamos de perecer para así entonces nacer a cada instante, sin miedo a perder lo ya inventado? Nos aferramos a recibir cartas con remitente, palpar el sobre, saber si es de papel, pero Cejo, es feliz, más feliz que nosotros porque ya no se pregunta por La Anónima, él ya la conoce sin nombre, sin espectro en su imaginación y, nosotros en cambio, nos seguimos preguntando quién es.
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