viernes, 23 de enero de 2009

Ruta 15. (Parte II)

La fe no está ausente en los choferes. Tienen de todo. Fotos, rosarios, figuras, grabados, calcomanías, incluso hasta una virgen como copiloto. Hay una leyenda en calcomanía que en particular me llamó la atención y es la siguiente "Hoy salí con Dios, si no regreso es que estoy con él". Me sentí aliviado al ver tal leyenda pero, de un momento a otro, pensé en que yo también me podría ir con él, y no es que no quisiera, no era el momento. De suerte era una leyenda más, una frase que alivia los corazones más frágiles, que alientan los espíritus más caídos. Seguro estoy que él no recordaba en particular lo que llevaba a su costado como protector. He observado también cruces, rostros de sufrimiento, sangre coloreada sobre las hojas y Jesús como protagonista. Dudo que alguien pueda adorar tales imágenes en tales circustancias.
Los choferes llegan a adorar su trabajo, tanto así que le toman fotos a su querida combi. Y no sólo una, en muchas posiciones; la desnudan y la visten a su antojo. Pero el amor que profesan es del "afuerita". Lo es porque las unidades están de deplorables condiciones, no las limpian con entusiasmo o por lo menos eso se alcanza a ver: manchones en los sillones, chicles con años cumplidos, rayones con permanencia involuntaria y, en fin, cualquier objeto que a uno se le pueda haber olvidado y que otro lo pudo haber encontrado días después. Sí, la limpian, eso me consta, que le pasan una escoba por encima, eso lo sé, pues, llevan como prueba de su limpieza (algunos), escobas y trapeadores en ruta. Puedo abogar por ellos argumentando que tal vez sea más limpio transportar cerdos que humanos, los unos con falta de razón y, los otros, amantes de lo guarro. Los cerdos llevan la ventaja. No ensucian más su entorno de lo que ellos por lo regular viven, en cambio, nosotros, los seres humanos, ensuciamos más que en nuestras casas, nos liberamos. Pobres de ellos, de los que embarrar gustan, pobre de mí, que me ha tocado acompañar el moco de algún ajeno, oler los vestigios de algún vómito, de sentarme en un manchón de quién sabe qué.
Como complemento de una mala imagen tenemos que los operadores no usan uniforme. Y, si lo tienen, unos lo portan como verdaderos borrachos, y es posible que algún ebrio salga en madrugada a su casa mejor vestido que uno de ellos por la mañana a su trabajo. Sus camisetas son blancas, lo son o lo intentan ser. Rara vez se fajan. Su calzado llega muchas veces a ser pulcro, le incluiremos comillas a la palabra. Los peinados son variados, pues unos parecen tardar lo necesario frente al espejo acomodándose uno que otro pelo mientras que otros dejan de sobra tiempo para esto y lo incluyen en otras actividades, tanto que, podemos adivinar en qué posición durmieron un día anterior. No he querido fijarme en sus manos, si se cortan las uñas o no, la verdad no considero tan necesaria tanta explicación y podría dar por sentado algunas teorías...

miércoles, 21 de enero de 2009

Disonancias

Pensar en dos notas que concordasen en ese momento parecía imposible. El humo había consumido toda relación armónica. Por el momento, los sonidos peleaban por un lugar en el espacio golpéandose entre sí. No sólo eso. Podría ser el calor del vapor que dificultaba el tránsito de las sonoras ideas.
Eran las nubes reposando sobre el cielo las que arropaban a las estrellas, era la niebla la que las alcanzaban. Comprobaba su presencia repentina y móvil; la de las notas, que a su vez, viajaban sin acostumbrarse a un sitio especial, eran nómadas por voluntad, no por necesidad. Sus formas indefinidas, todas siempre relativas, cautivaban al más necio oído, al más sordo e ignorante. Podría ser una cuarta aumentada -comentaba un individuo que creía tener noción musical- o una segunda menor pero por momentos se vuelve tan consonante como una quinta justa o como un unísono donde desaparece una nota. Tal vez -exclamó su compañero poco más ignorante qué él en esos ámbitos de la música- tú escuchas conforme a tu estado de ánimo y, siendo en estos momentos tan voluble como el agua a diferentes temperaturas, me temo que es tu percepción la que desafina la armonía, pues yo, por otro lado, escucho una melodía y su base que la acompaña sin desafiar la tonalidad. No admito - contestó con larga cara- que la capacidad auditiva se vea distorsionada por depresiones pasajeras, enojos intermitentes o placeres efímeros.
Y mientras los sonidos viajaban através del tiempo y paseaban por todo el universo, seguían transmitiendo vibraciones totalmente subjetivas, tanto que no había acorde para distinguirlo o una escala como para saber su origen, acaso era la transformación de un nuevo concepto sonoro más viejo que nuestra natural relación de frecuencias y el gusto inducido hacia para con ellas.

lunes, 19 de enero de 2009

Hace poco que...

Acertijo en el que vivimos,
si la respuesta encontráramos
dudaríamos de su certeza,
olvidar la causa
y cosechar una historia
dentro de esta dimensión
que roba sólo a los pobres,
es una opción para responder
la solución que por ellos buscamos.

Acertijo propone la razón,
Descubrir como necesidad la inteligencia tiene,
y los que ignoramos si descifrable es la adivinanza
con calma buscamos supuesta solución,
que si problema es para los que la buscan y no la encuentran
un resultado es para los que fluir la dejan...

jueves, 15 de enero de 2009

Espejo y una luz de bengala.

Se acariciaba el rostro como si la belleza fuera cierta, como si existiera piel que alimentara tal hambre. Miraba en su cuerpo oro que no era ajeno, un negocio capaz de hacer olvidar lo miserable que se era antes y lo podrido que se volvería después. Su voz recitaría únicamente poemas; armonía en consonantes y vocales. Si la locura fuera un invento, él sería el creador.
Practicaba sus ademanes por noches, no perdía de vista sus manos que dibujaran perfectos círculos, sus pies, inquebrantables líneas. Los vestidos no lo engañaban y, siendo así, no titubeaba un minuto con alguna prenda en especial. Todo lo hacía desnudo. Incluso su miembro viril le era particularmente secundario. Fijaba toda su atención en sus ojos hasta el punto en que cambiaran de color. Los prefería negros. Los tenía negros. Los tintes, que almacenaba junto al buró, le eran insuficientes para las necesidades de su imaginación. Pensaba en alguna peluca pero bien sabía él que lo más falso no lo oculta ni el más sincero, y de eso, nada tenía él. No había planes para una cita, ni motivos para salir del cuarto, lo único que buscaba era salir de ese espejo.

jueves, 1 de enero de 2009

Cotidiana moraleja.

Había sido ya una semana que seguía con su berrinche, su deseo no se le había cumplido. No era precisamente que tuviese a un genio que le concediera sus caprichos pero siempre se las ingeneaba para tener lo que él deseaba. Esta vez quería unos zapatos. Soñaba con un modelo ideal para sus pies, un calzado del color que combinaría con ciertos pantalones y camisas. En la imaginación guardaba la foto de su ideal, casi como en una revista que precisamente vende calzado y nos muestra, de primera clase por supuesto, el vestido ideal para cierta ocasión. Sus ganancias no inquietaban al más miserable ladrón ni incitaba, mucho menos, al más mendigo volverse amante de lo ajeno. Era él quien soñaba con su perfume oloroso y costoso, con un reloj que no diera la hora, sino su situación económica y una buena posición social. Por lo tanto, sin importar si sacrificaría comida por lujo o comidad, el calzado era parte de lo necesario.
Tuvo que esperar una semana porque no tenía dinero, de haber sido lo contrario, en este momento ya tendría nuevo calzado. Su esposa, siempre muy previsora, le decía que si eran para el trabajo los zapatos mejor comprara brillo para darles nueva vida al ya desgastado calzado. Él, por su puesto, no cedería a tales peticiones porque se veía como el hombre más apuesto en la tierra. Tanto era su ego que olvidó el cumpleaños de su hija, la víspera de navidad, el aniversario de su esposa y comprar el mandado. Influenciado precisamente esos días por la euforia navideña, las posadas de pobres y ricos, por la presencia del dinero en bolsillos de terceros; sin la menor duda, el compraría sus insignificantes anhelos.
Llegó el día de paga. Pasaba el mediodía cuando fue a su trabajo -porque era su día de descanso- por la razón por la cuál trabajamos. Ni siquiera lo contó, confió en su jefe como nunca antes lo había hecho. La prisa era mayor, la necesidad de pisar nueva zuela parecía que lo dejaba paralítico. En menos de cinco minutos se encontraba sacando el efectivo de la bolsa, porque ni siquiera a la billetera echó la plata. Tal era su ansiedad que no se los probó y ni un comprobante de compra pidió. Fue así como tuvo su lindo calzado.
Era sábado de paga, de sacar la basura, de nochebuena, de estrenar. La comida estaba servida al llegar a su hogar. Su hija lo recibió con la elocuente felicidad de un niño que no conoce todavía la tristeza y él sólo pudo ofrecerlr la sonrisa que ha aprendido a mostrarse sin alegría. La esposa, por otro lado, únicamente observaba que un presente había comprado tal vez por el aniversario olvidado, el cumpleaños que pasó desapercibido o la sorpresa navideña. Nada de eso, era su tesoro, aquel que no necesitó mapa o enfrentó piratas para obtenerlo. Ella no pudo menos que aguantar el coraje, ocultar la tristeza, combatir la impotencia, dejar mudas las ideas. Cuando hubo terminado de comer, ese hombre de familia que se dice proteger el hambre de su rebaño, apresuró el encuentro con su compra. El empaque, la bolsa en la que venía dicho producto, todo cuanto él tenía en sus manos se redujo a los zapatos entre sus brazos. Ansiaba probarse el izquierdo o el derecho pero no los dos al mismo tiempo. Para esto, el empaque del calzado ya estaba subiéndose al camión de recolector.
Eran las diez pasado meridiano cuando todo estaba listo. El pantalón de vestir no presentaba arruga alguna, las calzetas parecían nuevas aunque no lo eran, la camisa presumia elegancia y el calzado no albergaba descripción alguna, pues era único. De un momento a otro se encontraba fajado, perfumado, peinado y descalzo. Los zapatos no le habían quedado. La ira que en ese momento se veía venir se transformó en depresión. El orgullo que el calzado le había regalado no cupo ni en sus pies. Rápidamente buscó la nota, la bolsa de la tienda, el empaque del calzado, no, no recogió ni el cambio.
La nochebuena no fue tan bondadosa con él. Al día siguiente nada había por hacer, el negocio permanecía cerrado hasta el lunes. El lunes trabajó y no tenía tiempo para reclamar algo que no podía comprobar. Decidió vender el fracaso al mejor postor. Obtuvo menos de la mitad de su precio.
Estaba en la esquina esperando el colectivo cuando en su horizonte se veía alguien en el suelo. Se asustó a primera vista pero luego enfocó bien y observó detenidamente a un señor que se arrastraba con sus manos en una especie de patineta que sostenía su tronco. No lo podía creer. Ni el calor del pavimento le hacía detener un segundo a reposar el calor de sus manos que lo empujaban. No tenía pies, no tenía piernas pero conocía algo más que la voluntad de seguir con vida y trabajar todos los días. Lo siguió. Caminó el intento de burgués y se arrastró el señor más de tres cuadras cuando se detuvo en una esquina, saco de su chamarra una alfombra con colguijes, aretes, pulseras, todo tipo de artesanía para el cuerpo. Después de sorprendido, notó que estaba a media cuadra de su trabajo. Si antes lo hubiese visto - pensó- hubiese entendido lo valioso que es andar descalzo.
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