jueves, 9 de diciembre de 2010

La pelea.

Camilo era uno de esos niños "raros" que te encuentras en la primaria, tan extraños que te hacen pensar que existe la normalidad. Una de sus manías excéntricas, por ejemplo, era la de decirle "mamá" a todos, sin distinguir género o profesión. Cuando lo escuchamos la primera vez -porque llegó a la escuela en tercer grado, pensamos que algo había sucedido con su madre. Empezaron las especulaciones, los chismes del recreo, las suposiciones de los docentes, los mitos de los intendentes y la realidad que Camilo ignoraba con toda confianza. Optamos por no jugar con él. Daba miedo su semblante, taciturno a la hora del bullicio, melancólico cuando el himno sonaba distorsionado por el altavoz, risueño cuando se pasaba lista, en fin, características "anormales" según nuestros criterios.
La tropa de tercero "B", a la hora del receso, era comandada por "El Pelota", y si suena extraño el sustantivo femenino y el artículo en masculino, más raro su mote que nada tenía que ver con algo redondo o choncho en su cuerpo; raquítico, en una sola palabra, ese era el verdadero Pelota. La cosa era que rebotaban sus puños en los rostros de quien lo molestaba. Nosotros seguíamos sus pasos, nos sentíamos seguros mirando su espalda. Él fue quién nos dio las instrucciones acerca de la evasión a Camilo. Ni una palabra, ni una mirada, nada.
Paso el tiempo, no podía pasar algo más, y llegamos a cuarto grado. Las cosas seguían igual. Camilo llamando mamá a todos, nosotros ignorándolo por completo y él no se inmutaba ni se preocupaba por nuestra indiferencia. Sonreía cuando quería, su nostalgia seguía siendo a la misma hora y sus calificaciones no cambiaban: nueve punto cinco.
El Pelota, que si algo le molestaba era que lo ignoraran, acumuló un año de indiferencia a la par de un año de odio. Entonces decidió comunicarse con él por medio de los puños -diestro en estas artes, y con unas cuantas patadas si eran necesarias. Eligió una fecha. Y para que la locura se hiciera colectiva, el día sería exactamente un año después que Camilo le llamó mamá en frente de la mesa directiva y todo se llenó de carcajadas, El Pelota apretó puños, apuntó fechas y recordó caras. Llegó el día. Estabamos, toda la flota, diseminados por el estacionamiento de la escuela, prestos a cerrar el círculo para hacer el coliseo en un par de segundos y darle tiempo a El Pelota de tener una buena conversación. Si bien Camilo tenía un físico notable, que daba la impresión de estar bajo una buena alimentación, había la sensación del chico fresa, de los que no se defienden más que con billetes.
El viento hizo su parte. Empezó una ventisca que fue necesario tallarme los ojos de manera apresurada porque ya se aproximaba Camilo, con ese peso invisible sobre la cabeza que lo hacía inclinarla. Nos volteamos a ver toda la flota y nos fuimos levantando de una manera sincronizada que esto ya parecía una obra de teatro. El Pelota que tenía por confirmada nuestra asistencia, y cuando vio que nos pusimos en movimiento fue al encuentro. Hasta el día de hoy sigo pensando que Camilo siempre supo de su plan, de nuestras intenciones de ignorarlo, de lo que la gente hablaba a sus espaldas pero él nació con la mente lúcida y las metas fijas. Y en eso se incluía lo que El Pelota le tenía preparado. Fue que Camilo levantó la mirada -cosa que a primer tiempo a mí me sorprendió, y advirtió a su enemigo levantando el puño, parpadeamos tal vez más de lo debido porque de un momento a otro vimos a El Pelota rebotando de dolor en el suelo con sangre en su camisa, manos y rostro. Nunca habíamos sentido tanto miedo como ese momento. Camilo se agachó y le preguntó, como en tono diplomático, a político en el podium, por su nombre.  El Pelota lo último que podía hacer era hablar, acaso él lo sabía, pero temiendo otra embestida, balbuceando dijo su nombre. Como pueden ver -observándonos de manera detenia a los presentes, Camilo en voz determinante dijo, El Pelota lleva por nombre Saúl. Sí, tiene nombre como todos nosotros. Por dentro corre sangre, como a cualquier animal; tiene sentimientos porque gime y llora, y no es invencible. Creo, por todo lo anterior, que este niño es igual que nosotros. No nos dejemos manipular por la aparente fuerza o, por otro lado, la eminente flaqueza. Y sin más, siguió su camino, el de todos los días.
Cuando se hubo ido nos dimos la media vuelta y nos sentimos libres por primera vez en años. Quedó Saúl limpiándose el golpe y nosotros, la flota del cuarto "B" ya nos habíamos olvidado de aquel que bajo su yugo nos tuvo en silencio por mucho tiempo, condenados a sus órdenes. Nadie tuvo la fuerza para enfrentarlo, sólo Camilo.
Al día siguiente quien agachaba la mirada, por otras razones, era El Pelota. Y hubo más de uno que le gritaba El Pelota Desinflada. Camilo le ofreció ayuda y con el tiempo la amistad se volvió la más sincera, la más ejemplar. Aprendimos. De ellos aprendimos que la guerra se ha hecho para conocer a los verdaderos amigos.
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