martes, 24 de febrero de 2009

Sin fe, sin culpa. ( I )

De un pálido café era aquel pastizal del valle que sostenía la tragedia de un héroe, el drama de un protagonista. Los encinos, alejados por la naturaleza, no daban siquiera una sombra a este débil hombre que guardaba en su memoria las mejores hazañas que por su raza puediera realizar.Había trabajado exageradamente las veinticuatro horas de un día, es decir, las cien mílesimas que tiene un segundo, los sesenta segundos que tiene un minuto, los sesenta minutos que dan una hora y, así pues, los trescientos sesenta y cinco días que a veces resulta un año. ¿A qué dedicaba cada instante, constante e infracmentable? Por ejemplo, buscaba algunas virtudes, entre ellas las cardinales. La justicia era para él una importante virtud, allí residía, a su punto de vista, la relación con el Derecho natural. Y, el Derecho, lo tomaba como el equilibrio de dos fuerzas circustanciales dentro de una sociedad. Otra virtud quería encontrar en él, y esa era la templanza. Primordial porque era, según él, la que te hace capaz de regular los instintos y darle cabida a la razón mediante la voluntad. Los bienes materiales con esta virtud, desaparecían como un mero logro y alabanza a sí mismo. Una más con estrecha relación era la prudencia. La prudencia, como virtud, mostraba él, es parte del resultado de lo justo y lo injusto , de la tolerancia y respeto para con las personas. La última de ellas era la fortaleza. Sin duda, desde su perspectiva, era fundamental para que la razón actuara y no quedara hundida en el temor de ser o no ser. Era la que daba el empuje para vencer el miedo cotidiano, la que demostraba su posición mediante actitudes positivas dejando prejuicios que generan miedo hasta en los hombres más justos.

Es necesario aclarar que no lo aprendió de los libros, y tal vez para él no tenían el mismo nombre como el que antes les he mencionado. Sin embargo, sabía la presencia de lo justo, palpaba la templanza, intuía con prudencia y sentía fortaleza. Los pilares que sostenían tales ideales eran alimentadas por la misma sociedad en la que vivía. Todos se culpaban, unos a otros, llegaban a golpearse, a matarse incluso. Y se culpaban hasta por lo más mínimo alcanzando a herirse por lo más enormemente mínimo. Así lo veía él. No había cosa tan grande como la misma razón que nos da capacidad de hacer todo aquello que de nosotros depende, diminuto, pequeño casi invisible. Las aflicciones que día y noche azotaban a su mártir sociedad eran, por un lado, un incentivo para seguir en ello y, por otro, para preocuparse de sí mismo y no caer en esa letal enfermedad. (...)
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