jueves, 19 de febrero de 2009

Luna creciente

Qué noche tan excitante la de ayer. La Luna que coloreaba con brillo ajeno la suerte de las nubes y el helado viento que cantaba entre los árboles escasos de este valle eran los principales actores de aquella escena que comenzaba. Pocas estrellas se prestaron para brillar pues ese astro, que mostraba luz sin temor, era la atención principal de cualquier mirada a la oscuridad. La soledad nunca había sido tan evidente como la víspera y, por otro lado, tan satisfactoria e indescifrable. Sentado sobre cualquier piedra que quisiera acompañar en este viaje sin movimiento, en este silencio a canto abierto, meditaba la ventura de las hojas que caían y se levantaban para unirse a esa sinfonía de la nostalgia que tocaba sin cesar las puertas de la opacidad.
Todo parecía tristeza perpetua pero de un momento a otro aparecía la felicidad repentina y también fugaz, todo cambiaba sin excepción. La Luna bajaba con ganas de esconderse bajo un monte, las nubes corrían sin detenerse como si huyesen de un crimen, los árboles se desnudaban sin pudor y se cubrían con vergüenza sin conocer la diferencia, las piedras cambiaban tanto su color como su figura y muchas de éstas desaparecían con frecuencia. Yo, por el contrario, seguía siendo el mismo, viajando sin movimiento, dormido y en pleno sueño.
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