domingo, 17 de octubre de 2010

Las palomas vuelan de pie.

Decenas de ellas comían la suerte de migajas que Luis aventaba desde la banca del jardín principal -una mano de Dios para dichas hambrientas congregadas allí en el parque-, con una mirada que se perdía entre los puestos de fritangas y piratería que a temprana hora empezaban a instalarse. La compasión de Luis para con las palomas tenía un motivo: mantenerlas cerca para que su hijo las persiguiera, ellas regresaran, él intentase agarrarlas y así, hasta que se acabaran los granos. La escena era muy común. Asistía, sin falta, todas las mañanas después de la campana de las ocho a la plaza de la mano de su hijo, un descanso que él venía buscando desde la muerte de su esposa. Había intentado otros métodos para el olvido como irse de la ciudad, buscarse una pareja, ir a los bares, el cine, la soledad, incluso fue al gimnasio para distraerse pero al poco tiempo ya no soportaba el peso de las barras, se sintió débil y sin causa justa para fortalecer su cuerpo. Al fallecer su amada, Luis empezó a ir al café, sin embargo, se deprimía hasta llegar a llorar bajo la misma lámpara que antes luz romántica hoy un color sombrío; murmuraba su nombre cuantas veces podía, él temía olvidarlo; agitaba el café, pedía otro y lo colocaba frente al otro pocillo, luego la mirada al lugar vacío. Más de dos veces se fue sin pagar, salía apresurado y con lento paso. Los meseros -cualquiera lo hubiera hecho, lo creían loco y pobre. Su historia, en este pequeño pueblo, llegó a suficientes oídos para que las miradas pesaran sobre él y las dudas cobraran valor. Su hijo no entendía de esTo, únicamente de globos y palomas.


Hubo intentos de divorcio, injurias, algún púdrete, te odio, nunca te amé; la cosa iba mal y luego los golpes. Esto ya había sido olvidado. Después vinieron los buenos tiempos y aunque muchos se opongan, ellos se amaron. Creía él que el matrimonio había sido un error, un producto que Estado y la religión habían impuesto. ¿Qué importa si habían adoptado el sistema?

Hoy la extrañaba y no porque se haya acostumbrado a su risa débil y sincera, a su mirada tierna y caprichosa o al sexo agresivo que tenían, simplemente aprendió a vivir con ella. Eso era el amor según él.

Los burdeles y el alcohol entorpecedor eran odiosos para Luis, tanto que se excluyó de sus compañeros del trabajo, quienes lo persuadían con chicas fáciles, licores entorpecedores, noches que terminan en el día y sabrá Dios dónde.

La ansiedad, la desesperación, las ganas de destrozarse a sí mismo se fundieron con pluma y papel; una carta, extensa y certera, de los arrepentimientos nace. Y al día siguiente. Y por mucho tiempo. Cada noche escribía una especie de confesión, al terminarla, la quemaba a solas. El retoño nunca asistió a esos sacrifios de papel en honor a su madre. La locura -si se le podía llamar así, iba en aumento, entonces se masturbaba gritando su nombre, el de su esposa, con dolor y nada de éxtasis, y acababa en sollozos, a punto de golpearse.

Por eso las palomas eran sus amigas, tan interesadas como sus compañeros pero ellas sólo de dedicaban a comer por lo que las hacía más sinceras. Y aquélla mañana en que no fue a trabajar ni llevó el niño a la escuela confirmó su amistad con ellas comprándoles una ración mayor a lo acostumbrada. Ya el mitin de las aves alcanzaban casi la centena, todas alrededor de él y su hijo. Llamaba la atención pues parecía que alguna en cualquier momento lo atacaría, mas la querella seguía siendo entre ellas.

-Un día sin ti. Todavía sigues allá donde hoy no te puedo alcanzar. Pero llegará el momento. Una mañana en que busque volar, como una paloma, esa aparente libertad de mis alas... ¿Hay otra manera de volar? Dime si tu ausencia es el castigo de mi desprecio cuando vivías. Porque flotar... ¿Cuántos saben flotar? Quiero aprender, como las palomas, a volar de pie.
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