sábado, 16 de octubre de 2010

El misterio de la gripe.

Vamos que la condición en el hospital era la misma para todos, igual de jodida. Y advertíamos a los ricos cuando su perfume se confundía con el tufo a alcohol, luego sus rostros no eran nada diferentes a los nuestros, allí el dinero no alcanza para la paciencia y la esperanza no es de ricos ni de pobres, allí los millones se pudrían al cruzar la sala de emergencias.

Leopoldo era el chico que cualquier niña en adolescencia quiere para las horas libres, las ausencias del maestro; sobre todo por lo del carro, muy de moda en estos tiempos; el roce, la erección, la comprobación, el sabor, la repetición, todo en el mismo viaje. Por eso la fama del chico, lo de cabrón no, sino lo complaciente y dadiboso con sus amantes. Muy a menudo las invitaba al cine. Las palomitas y las buenas filas del centro eran lo de menos, el preludio al desnudo era al dos por uno, cada sábado nueva quinceñera. El vals ni de Chopin, ni de Mendelssohn, nada de esto se tocaba, eso sí, siempre les abría su regalito.

Así que este era Leopoldo, el que venía cruzando la sala de urgencias gracias a los hombros de mami y papi porque él y sus piernas no querían moverse. Sentados se perdieron entre la tómbola de enfermos que esperábamos el llamado. Era viernes, así que los doctores "carniceros" del hospital civil tenían harto trabajo, lo que por otro lado era un mal augurio ya que te mandan con un par de medicamentos, su receta básica: paracetamol y amoxicilina y bien, hoy en día esto soluciona casi toda dolencia.

Una lamentable situación se daba paralela a la desgracia del junior y de hecho, ellos llegaron a preocuparse por ella, una doña de cuarenta y tantos que andaba con sus dolores de parto y gritos por dentro y fuera del hospital. Los enfermeros -especie de gaviotas picoteando a los pacientes, le aseguraban que no había suficiente dilatación y le pedían regresar en una hora, Y ella soplaba, maldecía, juraba, caminaba, regresaba, preguntaba y dale, una hora más.

Los pasillos cada vez se volvían más lóbregos porque la tarde se iba cuando la noche, el miedo de los árboles en otoño zumbaba estrepitósamente por el sanatorio sumándole el pacto entre enfermeros para atenuar el silencio apagando las televisiones en la sala -siempre sin señal nítida, daban en conjunto un aire ideal para el suicidio. Y es que de los seis o siete pacientes allí en urgencias yo me sentía el más sano     
-dolores musculares, y a la vez con muchas ganas de morir. Cosa que no iba a suceder. Era algo de las anginas. creo, porque me recetaron paracetamol y amoxicilina. Además un justificante para el trabajo era lo que me tenía sentado en esas sillas ovaladas y duras de fibra de vidrio. Por otro lado, mis síntomas me dejaban a lo último de la lista por lo que había que esperar horas. Y creo que me empezaba a gustar ver sufrir a los demás.

A Leopoldo lo pasaron rápido. Nada tenía que ver su dinero ya que si algo tiene el hospital civil es que la condición social no importa, todos valemos la misma mierda, excepto si tienes un conocido laborando, incluso si es el que limpia la sangre del piso -oficio respetable. No era este el caso. La familia de Leopoldo en mayoría son ingenieros. El caso. Leopoldo venía grave, al borde de la inconciencia y un poco alucinando, el nerviosismo lo traía como títere sin poder sostenerse de pie. Había chocado en su ya no último modelo contra un camión de refrescos -ya ven que andan por todos lados, y algunos de los envases o muchos, no supe la cantidad, cayeron sobre sus piernas. ¿Cómo? Su auto era un convertible. Por eso lo del techo, para que no te caguen las palomas o te caigan piedras del cielo. Él aunque grave, por mi experiencia en urgencias, sabía que se recuperaría. Regresaron a la sala de urgencias, en calidad de espera, los papás de Leopoldo quien iba a ser sometido a quirófano para operar las tantas heridas. Firmaron un papel o dos. Ni lo leyeron. Acaso confiaban plenamente en el doctor alto y de voz grave, poco cabello y mucha colonia. Y yo por eso le tenía desconfianza a él desde que me creía cerca de descubrir los métodos del hosítal; consisten en tener en cirugía a doctores con presencia; bien parecidos, altos, corpulentos, voz de bajo, y que infunden respeto; al contrario de los que no salían de su consultorio, bonachones y desaliñados. Él y yo éramos un perfecto engaño, producto de situaciones completamente distintas y ambos disfrutábamos los papeles que desempeñábamos. ¿Qué podía hacer para auxiliar a los burgueses? ¿Decirles que ese doctor apenas y sabía dar puntadas?

Preferí ir al despachador de café y esperar a que los enfermeros prendieran la t.v., ya estaba por comenzar la novela. Hacía mucho tiempo que quería probar el Latte Vainilla, eso del azúcar es mi punto débil, no perdería oportunidad. Por un rato, lo que duro mi café, los pacientes me tuvieron sin cuidado, si hablaban o gesticulaban lo ignoraba, yo seguía siendo uno de ellos, sin embargo, les tomaba especial cariño al tratar de adivinar sus condiciones pero el Latte estaba buenísimo. La doña era un claro ejemplo que me importaban los demás. Después de varias horas seguía sola, no hablo por el público o celular, tampoco se veía que necesitara compañía, la soledad le encajaba perfecto justo antes de dar luz. Todavía cuando hubo ella entrado a los trabajos de parto y dado a luz, salió una enfermera a dar aviso y preguntar por familiares de la doña y nada. Por un momento quise ser papá.

Desfilaban varios doctores con paso envidiable, maletines al torso o bolsos golpeando gluteos, radios que me purgaban cuando hacían beep, beep. Los enfermeros también con una parecida indiferencia hacían pasarela sin voltear a ver nuestros desencajados rostros. Me encabronaba cómo nos convertían a insectos agonizando que pidien ser aplastados, algo parecido a las moscas ya segundos antes de morir que dan vueltas en el piso, así nuestros cuerpos, virando a todas partes buscando consuelo, respuestas o soluciones, se estampan con muecas que desaprueban. No nos queda más que seguir viendo la telenovela. Del asco esto tampoco me salva, suerte que sale Bárbara Mori, fajando a consideración.

Ignoro el tiempo que transcurrió desde el ingreso de Leopoldo hasta el fin de su cirugía, no era una estadística que me interesara pero lo viví todo. Salió bien. El rostro de los padres ya reflejaban una que otra sonrisa, tal vez temerosa, al fin es sonrisa, dado que en los sanatorios éstas o son de locos o de aliviados, lo figuré a Leopoldo salvado. Los trámites del seguro del auto no esperaron. Abandonó el padre la sala de los urgidos y se fue por la póliza del seguro -cosa muy importante, para no volver nunca más a este insano lugar, porque aquí los ricos y los pobres somos iguales, y muchos trabajan para no ser igual que los pobres. Qué infames, los ricos y los pobres.
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