jueves, 15 de enero de 2009

Espejo y una luz de bengala.

Se acariciaba el rostro como si la belleza fuera cierta, como si existiera piel que alimentara tal hambre. Miraba en su cuerpo oro que no era ajeno, un negocio capaz de hacer olvidar lo miserable que se era antes y lo podrido que se volvería después. Su voz recitaría únicamente poemas; armonía en consonantes y vocales. Si la locura fuera un invento, él sería el creador.
Practicaba sus ademanes por noches, no perdía de vista sus manos que dibujaran perfectos círculos, sus pies, inquebrantables líneas. Los vestidos no lo engañaban y, siendo así, no titubeaba un minuto con alguna prenda en especial. Todo lo hacía desnudo. Incluso su miembro viril le era particularmente secundario. Fijaba toda su atención en sus ojos hasta el punto en que cambiaran de color. Los prefería negros. Los tenía negros. Los tintes, que almacenaba junto al buró, le eran insuficientes para las necesidades de su imaginación. Pensaba en alguna peluca pero bien sabía él que lo más falso no lo oculta ni el más sincero, y de eso, nada tenía él. No había planes para una cita, ni motivos para salir del cuarto, lo único que buscaba era salir de ese espejo.
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