jueves, 1 de enero de 2009

Cotidiana moraleja.

Había sido ya una semana que seguía con su berrinche, su deseo no se le había cumplido. No era precisamente que tuviese a un genio que le concediera sus caprichos pero siempre se las ingeneaba para tener lo que él deseaba. Esta vez quería unos zapatos. Soñaba con un modelo ideal para sus pies, un calzado del color que combinaría con ciertos pantalones y camisas. En la imaginación guardaba la foto de su ideal, casi como en una revista que precisamente vende calzado y nos muestra, de primera clase por supuesto, el vestido ideal para cierta ocasión. Sus ganancias no inquietaban al más miserable ladrón ni incitaba, mucho menos, al más mendigo volverse amante de lo ajeno. Era él quien soñaba con su perfume oloroso y costoso, con un reloj que no diera la hora, sino su situación económica y una buena posición social. Por lo tanto, sin importar si sacrificaría comida por lujo o comidad, el calzado era parte de lo necesario.
Tuvo que esperar una semana porque no tenía dinero, de haber sido lo contrario, en este momento ya tendría nuevo calzado. Su esposa, siempre muy previsora, le decía que si eran para el trabajo los zapatos mejor comprara brillo para darles nueva vida al ya desgastado calzado. Él, por su puesto, no cedería a tales peticiones porque se veía como el hombre más apuesto en la tierra. Tanto era su ego que olvidó el cumpleaños de su hija, la víspera de navidad, el aniversario de su esposa y comprar el mandado. Influenciado precisamente esos días por la euforia navideña, las posadas de pobres y ricos, por la presencia del dinero en bolsillos de terceros; sin la menor duda, el compraría sus insignificantes anhelos.
Llegó el día de paga. Pasaba el mediodía cuando fue a su trabajo -porque era su día de descanso- por la razón por la cuál trabajamos. Ni siquiera lo contó, confió en su jefe como nunca antes lo había hecho. La prisa era mayor, la necesidad de pisar nueva zuela parecía que lo dejaba paralítico. En menos de cinco minutos se encontraba sacando el efectivo de la bolsa, porque ni siquiera a la billetera echó la plata. Tal era su ansiedad que no se los probó y ni un comprobante de compra pidió. Fue así como tuvo su lindo calzado.
Era sábado de paga, de sacar la basura, de nochebuena, de estrenar. La comida estaba servida al llegar a su hogar. Su hija lo recibió con la elocuente felicidad de un niño que no conoce todavía la tristeza y él sólo pudo ofrecerlr la sonrisa que ha aprendido a mostrarse sin alegría. La esposa, por otro lado, únicamente observaba que un presente había comprado tal vez por el aniversario olvidado, el cumpleaños que pasó desapercibido o la sorpresa navideña. Nada de eso, era su tesoro, aquel que no necesitó mapa o enfrentó piratas para obtenerlo. Ella no pudo menos que aguantar el coraje, ocultar la tristeza, combatir la impotencia, dejar mudas las ideas. Cuando hubo terminado de comer, ese hombre de familia que se dice proteger el hambre de su rebaño, apresuró el encuentro con su compra. El empaque, la bolsa en la que venía dicho producto, todo cuanto él tenía en sus manos se redujo a los zapatos entre sus brazos. Ansiaba probarse el izquierdo o el derecho pero no los dos al mismo tiempo. Para esto, el empaque del calzado ya estaba subiéndose al camión de recolector.
Eran las diez pasado meridiano cuando todo estaba listo. El pantalón de vestir no presentaba arruga alguna, las calzetas parecían nuevas aunque no lo eran, la camisa presumia elegancia y el calzado no albergaba descripción alguna, pues era único. De un momento a otro se encontraba fajado, perfumado, peinado y descalzo. Los zapatos no le habían quedado. La ira que en ese momento se veía venir se transformó en depresión. El orgullo que el calzado le había regalado no cupo ni en sus pies. Rápidamente buscó la nota, la bolsa de la tienda, el empaque del calzado, no, no recogió ni el cambio.
La nochebuena no fue tan bondadosa con él. Al día siguiente nada había por hacer, el negocio permanecía cerrado hasta el lunes. El lunes trabajó y no tenía tiempo para reclamar algo que no podía comprobar. Decidió vender el fracaso al mejor postor. Obtuvo menos de la mitad de su precio.
Estaba en la esquina esperando el colectivo cuando en su horizonte se veía alguien en el suelo. Se asustó a primera vista pero luego enfocó bien y observó detenidamente a un señor que se arrastraba con sus manos en una especie de patineta que sostenía su tronco. No lo podía creer. Ni el calor del pavimento le hacía detener un segundo a reposar el calor de sus manos que lo empujaban. No tenía pies, no tenía piernas pero conocía algo más que la voluntad de seguir con vida y trabajar todos los días. Lo siguió. Caminó el intento de burgués y se arrastró el señor más de tres cuadras cuando se detuvo en una esquina, saco de su chamarra una alfombra con colguijes, aretes, pulseras, todo tipo de artesanía para el cuerpo. Después de sorprendido, notó que estaba a media cuadra de su trabajo. Si antes lo hubiese visto - pensó- hubiese entendido lo valioso que es andar descalzo.
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