domingo, 22 de agosto de 2010

Los amigos.

El rubor que la cepa joven y amarga le había dado a Jacinto, además de sus pómulos inflamados, era a odre y, por otro lado, que se iba ausentando de sus cabales. Mas no quiere decir que Dios exista sin tener nosotros conciencia de un "yo" o que su presencia esté ligada por la necesidad de reconocer el orden supremo gracias a ésta -alzando la voz replicaba Jacinto, tan seguro de sí. La charla con tintes teístas llevaba más de dos horas  y, si bien, era basado en deducciones cien por ciento empíricas, lo defendían como si fuese científicamente comprobable e irrefutable. Benito, el otro sofista, capaz de dar réplica, no parecía tan beodo como su contertulio pero sí un tanto hermético a lo que escuchaba. Así, pues, porque ya más de uno es tertulia, ésta se llevaba a cabo en un emporio situado a orillas de la ciudad, en las faldas de un cerro que no permitía el asentamiento de ningún alma por su carácter rocoso, mas era la lámina perfecta para las reflexiones de tales bribones. Era una bodega que si bien no olía a rata, el tufo tan peculiar a cucarachas húmedas, la luz casi ausente en las paredes, la herrumbre esparcida por la estructura y la arquitectura un tanto al tino del albañil, le concedían un aspecto a antro. Cosa que a ellos no les afligía en lo más mínimo, pues algo de su filosofía, ya de Jacinto, ya de Benito, era la austeridad, no tanto la carencia.
Él se empezó a manifestar cuando al borde de la locura me encontraba después de haber ingerido grandes cantidades de rivotril y diazepam al mismo tiempo, mezcla de por sí nada aceptable para el organismo. Me encontraba en mi recámra; mis padres habían salido de la ciudad, a cortar mangos o a las ciruelas; mi hermana en la fiesta, se fue con el novio y quién sabe a dónde la llevo, típicos quince que resultan con premio bajo la blusa. Fue entonces que la soledad hizo lo suyo. Cual niño abandonado en un cementerio a media noche, la espesa neblina de mi conciencia cayó en mi alcoba, ya no razonaba solo intuía, sin embargo ignoraba mi futuro. Fue entonces que supliqué como el más devoto hombre que Dios jamás haya escuchado, implorando expulsar esta anatema con la que había nacido. Jacinto, atento a cada palabra que había sido pronunciada, no pudo evitar tomar un color azafranado (donde el vino no tiene nada que ver) y desfallecerse en medio de la cosecha 2009 y los canapés. Benito calló gracias al pánico, bien que todavía no terminaba su vivencia. La sordidez en la que se encontraban ambos, el cuchitril en el que se alojaban y el hálito a cepa fermentada que emanaba de éstos, no hizo más que sosegar al todavía consciente. En esta situación,-dijo para sí Benito, primero nos llevan a las celdas que con una enfermera   "Si el ladrón obtuvo la gracia del paraíso, ¿por qué el cristiano no ha de obtener el perdón?" recordó estás y otras frases leídas quién sabe dónde. Por cierto de gran ayuda para su ánimo que iba como en decadencia. Y fue en esas cabilaciones como se encontró Benito en cuclillas orando por Jacinto, en medio de las botellas, las entradas, y los cartones que fungian como un gran diván.
Después que hubo terminado con la purga, acomodado a Jacinto en los cartones más cómodos y bebido ávidamente los últimos tragos del cabernet sauvignon californiano, oró un poco más. Lo escuchó gimotear.
Como si viniera recobrándose de cuatro desveladas en una misma noche (cosa imposible), abrió los rojos e hinchados ojos y su primera impresión fue la de estar recostado en su casa, vio el tugurio donde yacía y gozaba con un poco de razón y dijo para sí, con un poco de volumen pensando estar en plena soledad "Sabía que el infierno ni mucho menos el paraíso eran concebibles para un alma como la mía, esto calza perfecto a mis merecimientos". Benito, estupefacto, habiendo visto que sus líquidas súplicas habían surtido efecto, dio gracias al Altísimo, hasta llegar con Jacinto.
Dios tuvo misericordia de ti, Jacinto, fue la prueba que todo escéptico necesita -feliz Benito casi aconsejaba. ¿De qué hablas? Me desvanecí, sí, a causa de un medicamento mal administrado y peor dosificado, al escuchar tus experiencias mi subconsciente actuó de manera eficaz orillándome a un desmayo casi premeditado. Tarde o temprano iba a recobrar mis sentidos, yo, habiendo sido advertido por el médico que me preescribió la receta, con acuse de recibo, omití todo cuanto él me dijo. Olvidé advertirte.
Conmocionado el sobrio hombre por las declaraciones y el edicto que deslindaba a Dios de la pronta recuperación de Jacinto, Benito se tumbó en el piso como agua que cae precipitada de una cascada, al lugar que antes ocupaba.
Él te quiere para más tiempo o para algo especial -sentenció Benito. Sin duda, él o la madre tierra, que siempre me trae buenas sorpresas, y se levantó Jacinto.
Al apagar la única lámpara, el desván se queda como hace una semana: una botella de vino vacía, los platos donde el canapé, los cartones ya sin forma, el bote de la basura que nunca se ha llenado, las ideas que reverberan cada sábado pero lentamente se dilatan hasta desaparecer cuando amanece. Y todos esos ideales  sobreviven cuando el cerrojo se cierra.
Las ideas saben que se volverán a verse, ya el viernes, ya el sábado próximo. Los amigos se estrechan la mano, y el último candado es puesto.
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